Por Maximiliano Abad (*)
La narración de los hechos sobre el horrendo asesinato de Fernando en Villa Gesell ha incorporado a la conversación cotidiana a una nueva etiqueta: quienes pelean, matan y se regodean con la violencia que ejercen, son “los rugbiers”.
Como toda generalización, la caracterización del “rugbier” como una totalidad indiferenciada es injusta y, además, es una comodidad del pensamiento. Reducir el horrible crimen de Fernando a una acción violenta que se puede explicar solamente porque los implicados juegan a un mismo deporte es una simplificación que nos sirve a todos para dejarnos más tranquilos: para no pensar en todo lo que tuvo que fallar para llegar a un hecho de esta magnitud.
Reducir la explicación a que un deporte imprime la violencia en las personalidades de quienes lo juegan es más tranquilizador que indagar en todo lo que no funcionó esa noche, y la anterior, y las muchas que pasaron antes. No nos gusta pensar que la violencia es una emergencia de un modo de ser de nuestra sociedad. Que está imbricada en la forma en la que nos comportamos en cada momento, en cómo manejamos, en qué nos divierte en las redes sociales, en cómo vivimos un partido de fútbol, en la verborragia política, en muchos de nuestros ídolos más populares, o en la forma de evadir un control de alcoholemia atropellando al agente.
Lo primero que falla, entonces, es una generación de adultos. Es posible que haya un sistema de valores que cruje y los más jóvenes están asistiendo desorientados a los pedazos de un tejido social que se viene derrumbando. Desde la perspectiva de ellos, todo lo que está “más arriba” está sospechado de fracaso: la autoridad, el límite, el respeto a la ley, porque lo que nosotros hacemos habla mucho más de nosotros que lo que decimos.
Falla, entonces, el Estado. Porque no se adaptó a nuevas formas culturales: ni en la escuela con sus estrategias pedagógicas, ni en la noche con su abordaje de la nocturnidad, que siempre va mirando de atrás lo que sucede en los ámbitos que debiera controlar. Las maneras de reunirse y de divertirse, no sólo de los jóvenes, han cambiado. Las convocatorias por redes sociales imprimen a muchas reuniones un carácter de aglomeración que es, por definición, un amontonamiento, sin orden, sin consigna. Lo mismo se produce en lugares cerrados, como el pogo que dio origen al crimen de Fernando.
También falla el modo en el que los boliches y las empresas del sector entienden la gestión de la seguridad de quienes asisten masivamente a un evento. Hemos visto hasta el cansancio el abuso de la fuerza contra jóvenes que terminan golpeados, estrellando la cabeza contra el asfalto por la acción desmedida de “la seguridad” de un lugar.
Falla, por supuesto, el sistema sancionatorio. Hoy la sociedad en su conjunto está unida en el reclamo de que hechos como el que ocurrió en Gesell no se repitan, pero no es el primero, ni tampoco -lamentablemente- será el último. Semanas antes de lo de Fernando, en Monte Grande, hubo una brutal pelea que no terminó con una muerte de casualidad; y otra en Neuquén. Pocos días después de la noche fatal en Gesell volvió a ocurrir otra pelea en Río Negro, otra en Piriápolis, que involucró a argentinos, y otra en Tucumán, por nombrar sólo algunas. En la mayoría de los casos, no hay ejemplaridad en las sanciones. Lo que hay, en cambio, es la viralización de la escena, como saciando un deseo de poder verlo todo, como simples espectadores de un espectáculo lamentable.
El crimen de Fernando es atroz, y es preciso que la Justicia actúe, como corresponde, sobre quienes lo perpetraron. Este crimen, además, hace tambalear una tranquilidad que todos quisiéramos conservar: “son rugbiers, no son como nosotros”. El rugbier es violento, es asesino. Tengamos cuidado con esa manera de pensar, porque si nos volvemos a equivocar en esta, volveremos a indignarnos más adelante, cuando estemos lamentando el horror de otra muerte.
(*) Jefe del Bloque de Diputados de Juntos por el Cambio, Provincia de Buenos Aires